Los teléfonos inteligentes están con nosotros en cada vez más aspectos de nuestras actividades cotidianas. Nos acompañan a todas partes, cuando vamos a estudiar, al trabajo, cuando salimos con amigos o simplemente estamos en la calle, en el transporte público, en el cine (maldita manía de tenerlo encendido dentro de la sala), incluso cuando vamos al baño o nos preparamos para dormir.
Es algo que hemos aceptado, con mayor o menor grado de resignación, aunque todavía queda un resquicio de libertad en el que algunos de nosotros no estamos dispuestos a dejarnos invadir por el smartphone y sus insistentes interrupciones: la playa, sus cálidas arenas y sus refrescantes aguas plagadas de turistas embadurnados de bronceador.
Quiero desconectar y disfrutar de las vacaciones
Muchos son los motivos que pueden tentarme a llevar el teléfono inteligente a la playa. Para empezar, la posibilidad de hacer fotografías, capturar vídeos o comentar chascarrillos con los amigos. Pero si quiero desconectar de verdad, el único modo es dejar el móvil en casa y bajar con los complementos imprescindibles (toalla y poco más).
Tener el móvil cerca y recibir una notificación o una llamada, aunque no la responda, es como recibir la picadura molesta de un insecto que está ahí, incordiando permanentemente en segundo plano. Requiere de parte de mi atención, maximiza la angustia por el qué estará pasando en mi ausencia y minimiza las posibilidades de disfrute del momento.
Si quiero disfrutar de verdad, relajarme y olvidarme del mundo, el móvil no puede venir conmigo a la playa. Algunos me diréis que por lo menos debería llevarlo por si surge una situación de emergencia. Tenéis razón.
Sobre todo si vas a un país de riesgo o a un paraje solitario. Pero como no es mi caso, el móvil es más una molestia en vacaciones que una ayuda. Además, para eso podemos optar por un modelo básico, que tenga llamadas, mensajes y poco más.
También está el tema de que la tecnología no suele llevarse bien con la arena, el sol directo y el agua. Aunque ya existen en el mercado muchos móviles capaces de resistir este tipo de inclemencias, sigo pensando que es mejor no tentar a la suerte llevándolo a un territorio tan hostil como una playa abarrotada de niños, mascotas y turistas despistados.
No quiero preocuparme por perder mi querido terminal
Por no hablar del asunto robos, sustracciones o pérdidas. En la playa, nuestro nivel de atención suele descender al estar más relajados, momento ideal para que un amigo de lo ajeno nos afane el valioso aparatito en un descuido.
¿Qué hacer? Pues hay dos opciones básicas: o estamos todo el rato preocupándonos o directamente no lo llevamos con nosotros. Como imaginaréis, soy más de esta segunda opción, al contrario de ese 37% que según un estudio elaborado por Tyco no se despega del móvil ni para bañarse o hace turnos con amigos y familiares para custodiar el preciado instrumento de comunicaciones.
También hay quien, en un intento desesperado, lo esconde bajo la toalla (un 12% según el mismo estudio) o le pide a un vecino de tumbona que le eche un vistazo (6%). Si la solución es mucho más sencilla: deja el móvil en la casa, hotel, apartamento, etc. durante unos minutos o incluso horas, verás como es posible estar desconectado de las redes sociales digitales y contactar más fácilmente con las analógicas que tienes a tu alrededor.
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